Y ahora, cuando unos cuantos políticos locales deciden impedir el empadronamiento de inmigrantes ilegales se arma el belén. Puede ser cierto, que intenten aprovechar el tirón electoral que podría tener una medida como ésta, ante una población que ya muestra claros síntomas de hartazgo. Pero seamos realistas, abandonemos la progresía de pose y no tomemos a los españoles como tontos. Ya que es conocido por todos que los inmigrantes ilegales empadronados tienen derecho a prestaciones sociales, educación y sanidad. Entrando así a competir con los nacionales por unos recursos cada vez más escasos, y que pasan en gran medida a ser acaparado por ellos, dado que sus rentas se encuentran maquilladas a la baja, gracias a la economía sumergida en la que se mueven y de la que se benefician los empresarios. Lo que está generando un enorme descontento entre la población nacional, sujeta a una nómina fija, que les impide, pese a ser baja, acceder a las subvenciones. Además, la inmigración no está haciendo más que tirar a la baja los sueldos, como se puede comprobar en determinados sectores como la hostelería.
Y en vez intentar buscar soluciones que satisfagan a todos, se recurre a viejos paradigmas. Sí, los españoles fueron inmigrantes pero por qué no se dice que nuestros compatriotas acudían a la llamada de países devastados por la guerra o en plena expansión económica, siempre con un contrato bajo el brazo. Y que cuando se produjo la crisis de 1973, las legislaciones de los países receptores se blindaron para proteger a los trabajadores nacionales. Tampoco es cierto que los inmigrantes aporten más de lo que gastan, si nos atenemos a las palabras de Lucía Figar la contribución de los inmigrantes en Madrid arroja un saldo negativo de 629 millones anuales (El País, 05/12/06). La solución pasa por abrir un debate donde todas las posturas sean escuchadas y tomadas en consideración.
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